Puntos de no retorno

Javi Álvarez
Madrid, 21 de noviembre de 2003

Cuando se huye siempre se llega a un punto en el que, ante un cruce de caminos, el protagonista detiene su coche, baja lentamente la ventanilla, enciende un cigarrillo y espera. Generalmente cae una lluvia fina que se cuela y le refresca el rostro sin que él apenas lo perciba. Ese es el punto de no retorno, aquel que si se cruza no permite ninguna posibilidad de vuelta atrás. Así se encuentra Manuel, a su derecha una carretera bien asfaltada que le podrá llevar a otra gran ciudad, a su izquierda una especie de camino forestal que se pierde entre los árboles y en el retrovisor la carretera que ha quedado a su espalda, la última posibilidad de desandar el camino, de volver ante Marta, sentarse frente a ella y pedir perdón. Enciende su cigarro y aspira el humo, con la mirada perdida en el retrovisor.

Manuel necesita algo más de tiempo, al menos el que le resta hasta que sienta que se quema los dedos porque lo único que aún sostienen es una colilla consumida. El camino forestal no conduce a ninguna parte, pues termina de forma abrupta en una alambrada; al otro lado han construido un campo de golf, esos divertidos «nuevos parques naturales» para ricos. Eso Manuel no lo sabe, ni le debe importar tampoco. Tal vez si toma este camino volverá a detener el coche y empezar de nuevo. Manuel intuye que el camino forestal es la salida que presenta más riesgo; no quiere que se convierta en una senda para caminantes, para aquellos que deciden perderse. Manuel no tiene la fuerza suficiente para afrontar una decisión así. Toda su vida ha sido una constante repetición de aquello que le enseñaban.

En la guantera del coche permanece olvidada una carta de Marta. Se la escribió hace doce años, cuando se conocieron y es la única que se intercambiaron. En ella se fantasea con una relación eterna, la misma que Manuel presiente rota mientras sigue mirando a través del cristal del retrovisor. No hay nada de especial en su relación, son una pareja corriente, que se quiere a veces y el resto del tiempo se respeta. Cada uno de ellos se guarda secretos que con los años se van convirtiendo en losas de silencio. Pensó Manuel hace meses que el espacio en el que se mueven los dos se hace cada día más pequeño; entre los sobrentendidos, los temas que se saben prohibidos y las palabras que piensan que les pueden hacer daño, no les queda más conversación que las miradas y algún instante en que el pasado, lo que fueron, se hace presente.

Si Manuel leyese la carta y fuese coherente con ese paso del tiempo, con la degradación producida, no podría volver atrás más que por la ridícula esperanza de que regrese la ternura. No recuerda esa carta que comienza diciendo «Soñado, Manuel: tantas veces te he recordado esta semana que empiezo a pensar qué será de mí si mañana, por cualquier motivo, no puedes venir a verme». Ahora no se recuerdan, se tienen al final de las manos, si es que alguna vez deciden tocarse.

Tal vez me equivoque y la incertidumbre no venga de la nostalgia. Tal vez provenga de otro lado, de otra mezcla de sentimientos un tanto más complicada de transcribir. Puede ser que la lógica que use sea la pereza que, frente a la comodidad de todo lo conseguido, produce el hecho de empezar una nueva vida, ya sea siguiendo la carretera de la derecha para llegar a otra ciudad donde repetir la misma historia o con cualquier otra posibilidad. Quizá piense en establecer relaciones con otras personas, como si fuese la primera vez y ésta, de después, la última ciudad. El cansancio infinito de volver a dibujar las mismas sonrisas, los mismos anhelos...

Manuel apaga el cigarro antes de tiempo. Se siente culpable y cobarde. El miedo le paraliza y no puede actuar. Le da fuego a otro pitillo con el encendedor del coche, recreándose en ese instante. Aspira hondo y prolongadamente. En el fondo necesita de Marta. Manuel siente su corazón repleto de maldad y egoísmo, pero le basta una insinuación, a veces una tierna mirada, de ella para obligarse a la bondad. «Soy mejor persona desde que estamos juntos, he empezado a rechazar que el hombre sea un lobo para el hombre y he comprendido que somos nosotros, las personas, las que tenemos la potestad de dulcificarnos la existencia». Aún no es consciente, pero ya ha decidido volver.

Trascurren algunos minutos más, mientras va dándole vueltas a todo esto, hasta que sus manos se aferran bruscamente al volante y es entonces cuando cree que su decisión está tomada y que sólo depende de él, de cómo construya su excusa y de la voluntad de perdonarle de nuevo que haya en Marta. Prepara cada una de las palabras con las que va a convencerla antes de arrancar de nuevo. Con su discurso cerrado, utiliza el camino forestal para dar vuelta y regresar.

En un semáforo otra persona se enfrenta a su decisión; tenemos un coche detenido y su ocupante fumando. Esta vez su nombre es María. En el asiento del acompañante se pueden ver un bote de pastillas, unos resultados clínicos con un diagnóstico y una botella de whisky. En la cabeza de María sólo un pensamiento: acabar con su vida. No hay marcha atrás, es una apuesta sin retorno, que no admite dudas. María tiene veintiséis años, una licenciatura, un trabajo mal pagado y un cáncer no curable que en cuatro meses será etiquetado como en fase terminal. María sabe, y no le importa, que su muerte, en la columna del haber, no dejará mucho más que algo de dolor en sus familiares. No necesita pros ni encuentra contras a su sentencia. Se siente incapaz de soportar una muerte lenta basada en el desgaste diario; despertarse una mañana y no ser capaz de pronunciar una palabra; ver las miradas de angustia de su madre mientras se va consumiendo en su agonía. No. El semáforo cambia a verde y María sigue su marcha, sin percatarse de que está perdida, que son ya más de dos horas las que lleva dando vueltas por la ciudad. Respecto a su suicidio, aunque sabe cómo, aún no ha decidido el resto de detalles.

Marta hace tiempo que tomó su decisión, apostó por los retazos de Manuel. Calculó el precio, el desgaste, el tedio y le pareció un precio aceptable por soñar con tan solo vislumbrar un nuevo minuto de aquel Manuel que quería. Sabe lo que pesan los brazos de Manuel alrededor de su cuerpo, pero los echa de menos cuando no están allí. Ahora se ha dado cuenta de que Manuel se retrasa, se pregunta qué le habrá pasado, por qué no ha llamado, dónde estará. Finalmente recuerda que es el última día de Miriam y que tal vez a la salida se han ido todos a tomar unas cervezas, que a Manuel se le ha ido el santo al cielo y se le ha olvidado avisar. No cree que tarde mucho más, así que decide aprovechar el tiempo que le quede para comprar una botella de vino y demostrarle así que ella no es rencorosa.

En la calle hace frío. Marta no se ha abrigado lo suficiente, pensó que la licorería sólo está a doscientos metros de casa y que apenas iba a sentir el escalofrío que siente ahora. Cruza sus brazos, y con sus manos se frota los brazos en un intento de recibir algo de calor. El suelo permanece resbaladizo aunque ya hace tiempo que dejó de llover. Tal vez el escalofrío sea un presentimiento de una sensibilidad especial. En la licorería le despacha Miguel, es un hombre mayor que no puede resistirse a bromear sobre el vino y lo que se les sube a la cabeza a las parejas jóvenes. Que ya somos muchos en el barrio, le dice. Marta sonríe con su penúltima sonrisa del día. La otra, sin saberlo, la reserva para cuando salga y vea que Manuel está llegando, que ha visto un hueco libre a la izquierda donde dejar el coche.

Mientras Manuel aparca, Marta sonriente comienza a correr hacia él. No se da cuenta que mientras cruza aparece María. María tampoco ha visto a Marta. Apenas trascurre un segundo hasta que el coche de María arrolla a Marta que es impulsada contra el parabrisas donde rebota para caer de nuevo delante del vehículo mientras se escucha un fuerte frenazo. Manuel ha girado su cabeza a tiempo de verla en el aire, cayendo hacia atrás. El impacto contra el suelo es seco, la cabeza se lleva la peor parte. No hay esperanza posible.

Manuel sale asustado, corre hacia ella, sin saber que ya es tarde. Marta yace muerta sobre el asfalto. Su sangre lenta y sistemáticamente se mezcla con el agüilla del suelo, el vino que se escapa de la botella rota en mil pedazos y las hojas que han caído de los árboles esta tarde de otoño. Muestra una brecha en la sien que Manuel besa mientras la abraza y llora, se ha percatado de que no tiene pulso. María que despierta mira la escena desde el coche y no la entiende. Por un instante intenta razonar para percibir la magnitud completa de la tragedia. No sabe que sentir. Pensaba en su muerte, mientras la de otra persona le ha golpeado en la cara.

Después, cuando se hayan llevado el cuerpo quedará la última estampa de los puntos sin retorno: un coche parado que alumbra una mancha; unos cristales rotos; un hombre de espaldas golpeando la pared de un edificio; una mujer pálida sentada en el bordillo; un gato subido a un cubo de basura que se lame una pata manchada de vino; un vecino que observa desde su ventana mientras toma la última fotografía que será el principio de otra historia.