El mar desde la tierra

Javi Álvarez
Madrid, 9 de junio de 2008

Los que cuentan que desde lo alto de la peña se ve el mar, mienten. Recién cumplidos los ocho años, logré alcanzar la cima; desde allí arriba miré hacia el norte con esperanza y no se veía otra cosa que el mismo paisaje de cordillera, lleno de subidas y bajadas, que acostumbraba a ver desde el pequeño ventanuco del cuarto que compartíamos en la casa familiar los cinco hermanos varones. Se me escaparon las primeras lágrimas verdaderas que recuerdo. Aunque ahora lo cuente con cierta distancia, lo verdad es que aquella anécdota puede describirse como mi primera decepción con la vida. Nunca antes se me había ocurrido plantearme que los mayores pudieran mentir a un niño, que se jugase con tanta facilidad con las ilusiones de nadie. Me quedé a solas con mi angustia en la cima, mientras, empezaba a anochecer sin que llegase a percibirlo. Con la noche ya cerrada, me froté los lloros con el puño y sin apenas luz comencé el descenso. Llegué a casa muy tarde y con la ropa destrozada, tanto que mi padre se enfadó muchísimo. No supe hacerme con las palabras que pudieran explicarle el motivo de mi tardanza, ni la frustración que sentía, lo que no hacía otra cosa más que enfurecerle. Irritado hasta el extremo con cada uno de mis balbuceos se quitó el cinturón y lo descargó sobre mi hombro. Sentí una línea de escozor que se repartía en diagonal por la mitad izquierda de mi pecho y una ola de calor subiendo hacia mi cabeza desde el estómago. A pesar del dolor, no salió el menor quejido de mi boca. Los golpes se repitieron hasta tres veces más, repartidos por otras partes de mi cuerpo. Golpes desiguales en intensidad que se detuvieron cuando mi madre agarró al brazo de mi padre y mirándole a los ojos le pidió que lo dejase ya, que ella estaba totalmente segura de que yo había entendido la preocupación que ellos habían pasado mientras me esperaban sin saber que me podía haber pasado. Convertí entonces la visión del mar en un símbolo de mi futuro, punto de escape hacia una independencia soñada, alejado de cualquier obligación con el resto del mundo, sin volver a pisar las empinadas calles de la aldea. Apenas existía una distancia de cuarenta kilómetros desde el pueblo a la costa, pero en aquellos tiempos resultaba insalvable.

Al año siguiente comencé a trabajar en la mina, como antes había ocurrido con el resto de mis hermanos. En pocos días mis uñas se llenaron de un rastro negro de carbón que ningún jabón consiguió ser capaz de borrar. Me lavaba con obsesión, restregando hasta levantarme la piel. De nada sirvió, me sentí sucio un día tras otro. La visión del mar, tal y como me lo imaginaba entonces, sin haber llegado a verlo aún, se convirtió en el único bálsamo. Mientras trabajaba hasta la extenuación moviendo vagonetas de un extremo al otro de la galería, mi cabeza se llenaba de una masa inmensa de agua agitada que rompía contra una costa escarpada: el oleaje salvaje que mostraba la fuerza de la naturaleza, el sonido ensordecedor que todo lo silenciaba. Esta visión atronadora, por el contrario, lograba sosegarme y me permitía no desfallecer; un empellón tras otro y despacio, muy despacio, conseguía arrastrar la carga sobre los raíles. Sin ser consciente, mi adolescencia se quebró para convertirme en un hombre que no había dejado de ser un niño. Un día cualquiera entré con decisión en la taberna y a partir de ahí, el tiempo que no pasaba trabajando o durmiendo para recuperar las fuerzas necesarias, lo dedicaba a beber, acodado en un rincón de la taberna con un chato de vino siempre en la mano. En silencio, escuchaba las conversaciones e iba entiendo los tejes y manejes del resto de vecinos. El poco dinero que ganaba se sumaba a los ingresos familiares, así que mi padre no se sentía obligado a gobernarme. Dejó pronto de preocuparse por mí, tanto en las horas de trabajo como cuando coincidíamos en casa. No obstante mantuve durante muchos años más la percepción de sentirme vigilado, como si de reojo fuese siguiendo mis gestos, cada vez que él se encontraba cerca de mí. Mi madre, consciente de mi soledad, me trataba con más ternura si cabe, dándose cuenta en todo instante de lo crío que seguía siendo, a pesar de mis modales machistas y de que comenzasen a asomarme los primeros pelos sobre el labio.

El resto de los chicos de mi edad perdían el tiempo de una forma similar, agotados también por una mina que exprimía el jugo de todo el pueblo. Pienso ahora si no habría otra salida para alguno de nosotros, pero soy incapaz de hallarla. El único aire que se podía respirar se llamaba «resignación». Me acerqué una tarde a Carmen y no me rehuyó. De esta forma, por pura inercia, nos convertimos en novios; obligados por la edad y por el carácter endogámico del pueblo que nos «forzaba» a emparentarnos los unos con los otros. Nos casamos una mañana de otoño, dos años después de comenzar el noviazgo, porque ella se quedó embarazada. No lo buscábamos, pero las cosas eran como eran. Aunque modesto, quisimos hacer un viaje de novios, llegar a la capital y ver el mar, pero cuando pusimos el pie en el coche de línea, mi hermano Nicolás llegó corriendo a decirme que la madre se había puesto mala, que tosía mucho. Diez días después el médico firmaba una pulmonía en su acta de defunción. Desde aquel día mi padre comenzó un proceso en el que la luz de su vida se apagaba: descuidaba su higiene, se vestía con desorden, hablaba sin sentido, bebía más de lo acostumbrado, apenas dormía… Al verle tan indefenso, me aproximé y me encargué de atenderlo aquellos días. Se mostró arisco al principio, pero poco a poco fue cediendo, desconcertado con mi interés por él. Le pedí que se viniera a vivir con Carmen y conmigo, pero se negó con rotundidad. Le hablé del mar y me abrió su corazón. Por primera vez sentí que compartíamos sueños y nos estábamos comunicando. Fueron pasando los meses y a pesar de estos pequeños momentos en que se mostraba algo más vital, lo cierto es que no mejoraba. Le insistí al médico para que le buscase una plaza en el hospital de la capital dónde pudieran hacerle algunas pruebas médicas. Por orden del doctor, a la mañana siguiente una ambulancia nos trasladó a los dos. La habitación no me gustó, pero fue el aire que se respiraba lo que, en realidad, me ahogaba, aquella insufrible mezcla de olores a desinfectante, a pescado hervido, a aguas estancadas, a falta de ventilación, a secreciones corporales y a un vaho espeso y caliente como de sopa que se nos pegaba a todos en las entrañas. Entre estos aromas se intuye con nitidez el de la muerte rondando por los mismos pasillos que los enfermos. Mi padre se percató de mi malestar y me dijo que ya que estábamos allí, lo mejor sería que le dejara descansar un rato y aprovechase para salir a ver el mar. Obedecí, pues imaginaba su agotamiento tras los interminables botes y revueltas de la carretera. Corrí los cortinones para que no le molestara la luz del mediodía que se colaba por la ventana y salí. Aquel mar sosegado y domesticado, encauzado y estático, no llegó en mi mejor momento. Alejado de lo que mis esperanzas buscaban, o tal vez con los ojos fatigosos por los pensamientos tristes que se me agolpaban en mi cabeza y me abatían, me sentí de nuevo defraudado sobre la arena de la playa. Caí de rodillas y volví a dejar pasar impotente la tarde a mi alrededor, como cuando subí a lo alto de la peña. Al volver al hospital me dieron la noticia:

- Su padre ha muerto hace una hora. Sufrió un paro cardiaco repentino y nos resultó imposible hacer nada útil por salvar su vida. Un sacerdote se está ocupando ahora de su alma.

Entendí su insistencia para que le dejase sólo, pero, arrepentido, maldije mi cobardía por cambiarle por un mar vacío de postal. Recuerdo que el regreso me llenó de angustia.

Hoy, treinta años después, he vuelto al mismo hospital. Se trata esta vez de motivos laborales que me llevan a visitar a los responsables de enfermería para venderles uno de los productos que comercializa la empresa para la que trabajo. Mientras espero que me atiendan, decido acercarme a los ventanales que hay a mi derecha y mirar a través de ellos. Me encuentro en un pabellón separado, frente a la entrada principal, que me permite ver como llega una ambulancia. No le presto demasiada atención. La asepsia médica es la misma de antes, los olores son idénticos a los de entonces. Abro la ventana y enciendo un cigarro que comienzo a fumar con lentitud para escapar. Al expulsar el humo, entre la cortina que forma, distingo que las puertas de la ambulancia se abren. Un celador se acerca a la puerta y ayuda al anciano que desciende. Lo sienta en la silla muy despacio, como si el tiempo casi estuviera detenido. Un segundo anciano, más inquieto, se apea solo, sin permitir que nadie se acerque, blandiendo su bastón con energía. Sus manos son huesudas y la mirada carece de ningún tipo de brillo, son dos ojos acuosos que miran al frente con torpeza, sin esperanza ninguna. Los dos visten la misma bata granate del hospital que he visto en otros pacientes. Llevan zapatillas de felpa gastadas. En uno de ellos se distingue el pico de un pijama azul debajo de la bata. El que está sentado se mece el pelo con una mano temblorosa. El celador empuja la silla y ofrece su brazo izquierdo al otro hombre que resignado cambia de mano el bastón y se apoya en el brazo ofrecido. Comprendo que es una estampa habitual, que aquellos ancianos acuden dos veces por semana para una sesión de diálisis. Sigo con la vista el pequeño paseo, los quince eternos metros que van recorriendo hasta la entrada donde les esperan dos enfermeras charlando ajenas de sus asuntos. No existe el menor atisbo de prisa en ninguna de las personas que observo. Costumbre y resignación, pienso. Detrás de mí se abre la puerta y me llaman por mi nombre. Apago el cigarro aplastándolo contra el alféizar de la ventana. Lanzo después el cigarro a la calle y cierro la ventana con un movimiento rápido. Me doy media vuelta y dibujo la sonrisa de agente comercial antes de devolver el saludo.