Desclasados

Javi Álvarez
Madrid, 1 de septiembre de 2008

Con las manos manchadas del polvo de la vida
se encamina un hombre hacia el futuro.
Sabe el precio de cada paso
en su cansancio y soledad y conscientemente se resigna al peaje diario
mientras la insatisfacción le roe las entrañas dormidas por el vacío.
Tiene hambre de ideales y no encuentra pan con que alimentarse.
Entrega al usurero las monedas gastadas que aún le quedan en los bolsillos
a cambio de un entretenimiento vacuo, sin responsabilidad alguna,
a la vez que le cae un sudor agónico y agrio
-resbalándole por la frente como mar agitado por la tormenta-
y se queda rumiando su desocupado estómago
que ha de acompañarle ya por siempre sin saciar,
mirando a sus semejantes: desnudos, maltratados, indefensos...
«Pero están tan lejos» se dice antes de adormilarse definitivamente.

«Uníos, hermanos proletarios» escucha al fondo,
con las fuerzas vencidas,
entreabriendo sus ojos,
mirando de soslayo a ver quién se levanta primero
–el más valiente, el líder obrero que todo lo pueda-,
a ver cuántos son,
a medir las fuerzas.
No hay esperanza,
el grito se ve ahogado por un golpe seco a su clase doblegada:
la fuerza de una porra opresora
que ejemplariza el dominio sobre un único individuo elegido al azar
le resulta suficiente.
(Dolor, seguridad, individuo, mejor que los demás, yo valgo más, nadie me representa)

Callamos y morimos en nuestra propia cobardía,
incapaces otra vez de avanzar con un mismo paso,
con la firmeza de nuestros abuelos, a pecho descubierto.

Somos hijos perdidos, desclasados, con falsas ínfulas de burgueses
a quienes nos doblegó nuestro egoísmo,
nos sometieron cuatro vendedores de objetos defectuosos,
nos gobernaron otros hijos perdidos y desclasados
que se quitaron el hambre a la misma vez que los ideales.
Vendidos y comprados, nos damos cuenta que a nuestros hijos no les queda ya futuro.

Obrero y Mujer de Kolkhoz